Así como la antorcha olímpica pasa de mano en mano, la caza se transmite de padres a hijos, de abuelos a nietos, de tíos a sobrinos… en fin, de corazón a corazón.
Por Luis Frixione
Cazar no se reduce a matar, es mucho más: es vida al aire libre, experiencia de ruralidad, contacto profundo con la naturaleza y, sobre todo, la creación de lazos profundos con los compañeros de cacerías. No es una diversión, sino una forma de vida.
Es mucho más que salir a tirar unos tiros… es tiempo compartido hablando sobre armas, haciendo especulaciones balísticas, recordando experiencias divertidas, escuchando los consejos de los viejos cazadores. No creo que la caza sea un deporte, creo que es mucho más que eso.
Cada cacería comienza mucho antes de pisar el campo: los preparativos, las charlas en los asados, la mateada durante el viaje. Tampoco termina con el último tiro, porque queda por hacer la faena de las piezas cazadas, bromas, los recuerdos y, otra vez, la mateada en el viaje de vuelta. Y una vez en casa, siempre hay excusas para reunirse y comenzar a pensar la próxima salida.
PASAR LA POSTA
La caza es tiempo compartido, pero un tiempo mucho más valioso que las horas y los minutos del reloj. Se trata de vida participada con los compañeros donde se forjan amistades inquebrantables.
Pero cuando se caza con el hijo o el nieto son momentos de una densidad especial, muy particulares y hondamente humanos. Primero, y ante todo, está la instrucción obsesiva sobre la seguridad, y después enseñar lo que debe saber el nuevo cazador. Orgullosos, pronto queremos transmitir toda la experiencia acumulada y pasar la posta de las tradiciones cinegéticas. Y, obviamente en secreto, también soñamos con que nos lleven a cazar cuando seamos viejos.
Tarde o temprano caemos en la cuenta que lo que realmente deseamos es algo más que compartir la pasión por la caza y, en realidad, lo más importante es otra cosa: que les quede claro que siempre podrán contar con nosotros, que estamos y estaremos presentes para dialogar sobre cualquier otra cosa de la vida… que somos y seremos todo oídos, que jamás les faltará consejo ni ayuda.
La caza es sólo una gran excusa para tenerlos cerca, para disfrutar de su presencia, para poder ser verdaderos papás o abuelos.
RECIBIR LA POSTA
Pero cuando ya somos adultos y se tiene la enorme bendición de salir a cazar con el padre, la cosa es distinta y uno quisiera frenar todos los relojes y almanaques. Es cuando se agolpan los recuerdos, y quisiéramos vivir una jornada eterna de caza… el tiempo adquiere un peso específico difícil de describir o cuantificar.
Sabemos muy bien que llegará el día en que ya no lo tendremos más, y es por eso que queremos aprovechar cada momento, cada jornada de caza, cada perdiz. Como decía la canción de Piero, lo vemos caminar “lerdo” detrás del perro pero con la pericia de siempre. Quizás ya no pegue como lo hacía cuando éramos chicos pero, como lo miramos con los ojos del corazón, sigue siendo el gran cazador de siempre.
Usted sabe de qué hablo… perdone que no siga, pero se me agolpan las emociones y me impiden escribir.
QUEREMOS
Hemos recibido el fuego sagrado de nuestros mayores, y en agradecimiento a ellos se lo pasaremos a nuestros hijos, sobrinos y nietos. Tenemos la responsabilidad de mantener viva la caza, no sólo por las tradiciones sino por los afectos.
Queremos que nuestros críos amen lo que amamos, simplemente para compartir tiempo con ellos, para disfrutar de días puros y alejados de las toxinas de la vida urbana moderna. Deseamos que sean cazadores, como lo fueron nuestros padres y abuelos, para aprender a ser felices cuando hay buena caza, pero también cuando se ha cazado poco… y aún cuando se vuelve con las manos vacías.
Pretendemos que sean cazadores sencillamente para ponerlos a salvo del consumismo de los shoppings, de la superficialidad de las redes sociales, del exitismo de la TV, y de tanta liviandad de mierda. Aspiramos a que aprendan a ser felices con poco, con la sencillez de la naturaleza y la austeridad de la vida de campo.
Pero, sobre todo, queremos estar con ellos y que sepan que pueden contar siempre con nosotros porque, al fin de cuentas, la caza es una excusa para transmitirles las cosas buenas de la vida.
ENSEÑAR A CAZAR ES ENSEÑAR A VIVIR
“No sé bien cómo comenzar mi relato, ni tampoco cómo expresar el montón de sensaciones compartidas, no una, sino en varias cacerías con dos de mis tres hijos varones.
La caza del antílope requiere tener en cuenta muchos aspectos, parece que todo el ecosistema conspira a favor de ellos. Desde el grito del tero o el chajá, hasta un pequeño movimiento entre los pastos puede dejarte sin nada después de todo un día de rececho.
Tengo respeto y admiración por ese animal hasta tal punto que agradezco enormemente poder cazarlo, no solo me entrega su carne sino que también me enseñó a tener temple y paciencia… aprendizajes que son transferibles a la vida diaria. Muchas veces, son solitarias charlas con uno mismo durante las largas esperas en que hay que quedarse quieto, para luego poder seguir y avanzar recechando.
Un día me llamó el dueño de un campo con pasturas desbastadas por una manada de antílopes, y me dispuse a aprovechar la oportunidad para satisfacer el incansable pedido de Juan Martin (4 años) para que lo llevara a cazar… él quería una foto para la pared de su pieza como la que tiene su hermano mayor, Jerónimo (8 años), con el cual ya compartimos varias cacerías.
La charla técnica fue muy “amplia” jajaja…: no se puede hacer ruidos, debemos ir despacito y sin sobrepasarnos, ¡y lo que hace papá ustedes lo copian!… y ojo: todo con señas… etc, etc. Entrar “en modo antílope”, como digo yo, me lleva a veces a olvidarme que voy con mis nenes… pero son unos cracks los pibes. Lo digo humildemente, hoy a la distancia y dejando el fanatismo de padre y cazador.
Cuando llegamos al campo, cada uno con sus binoculares, hicimos una pequeña merienda y emprendimos el plan. Unos 1500 metros nos separaban de la manada, buscamos el viento, fuimos los primeros 500 metros agachados en hilera, luego 300 o 400 en cuatro patas descansando cada 30 metros. La premisa: “nadie sobrepasa ni se levanta… ¡no es carrera!”
Llegamos a una legua de agropiro, pero nos faltaban todavía más de 500 metros y nos dispusimos a tomar mate, eran las 12 del mediodía. Justo en ese momento, unos pichones y hembras se situaron a unos 15 metros… Juancito era una momia, y su primera prueba estaba superada. Al rato la manada se paseaba frente a nosotros…
Yo disfruto la cacería, por lo que abatir o no al animal pasa a un segundo plano… pero el tema era no romper la ilusión de Juan. A las 16, luego de 4 horas de espera, el sol se había puesto fuerte. La manada se movió a unos 500 metros frente a nosotros, y sólo me separé de los pibes unos 80 metros fuera del agropiro moviéndome al ras del piso, y se aproximó un macho a 260 metros… compensé con las torretas en altura y deriva, y pum. Un tiro de película, atrás del codillo, por lo que Juancito pudo vivir su primera cacería viendo a su papá cazando un antílope para él.
Creo que la caza nos acompaña desde el nacimiento, y debe ser concebida de tal modo que no se pierda, debe pasar de generación en generación. Al aire libre y con las cosas simples de la vida: el mate, un fuego, la charla… ahí es donde se hacen los verdaderos cimientos de las personas, donde se forja el espíritu del sacrificio y la entrega.
Cazar un antílope requiere un plan que a veces sale a la perfección, a veces no tanto, y a veces hay que modificarlo sobre la marcha… pero tiene una sola cosa que no se negocia: jamás rendirse.”
Palabras de Fernando Lían, cazador y guía de los pagos de Pehuajó.